Ni tristeza, ni enojo, sólo estupor, incredulidad por estar
presente en un aula al momento en que un grupo de segundo grado resolvía un
examen. El título del examen era: “Olimpiada invernal” y estaba encaminado
a evaluar los conocimientos en todos los grados de la escuela primaria, mi
papel era el de resignado “padre observador”, necesario testigo de la
imparcialidad del sistema educativo público.
Qué sorpresa me he llevado! Qué rigidez! ¡Qué poca
oportunidad existe para desarrollar la identidad individual en un grupo de
primaria! Con qué pocos recursos se las arreglan los maestros para “modelar” al
ser pequeño!
No faltaron los gritos, las manifestaciones del poder
profesoral para acallar y suprimir las dudas y la incomprensión de palabras que
incluía el examen (rígido, charol), para regañar al que pregunta si hay que
subrayar con lápiz o con color rojo, para aquel que pregunta si puede ir al
baño, para descartar a aquél que pregunta si la jirafa del cuento es macho o es
hembra (¡vaya diferencia que habría en la comprensión del cuento entre una y
otra posibilidad!).
De parte de la maestra, fastidio disfrazado de resignada
paciencia pedagógica, endulzando los tonos de voz de hartazgo con palabras
dulces como “corazón” o “preciosa”, en una antagónica confrontación de
actitudes hostiles y represoras con palabras comprensivas y empáticas, ¡pero si
empatía es lo que falta en esta aula!
Ya entiendo porque Wittgenstein regresó a dar clases a una
escuela rural, después de haber ascendido a tal altura intelectual ¡si es ahí
es donde se podría cambiar las (futuras) mentes obtusas! Si es ahí donde se
necesita imaginación! Si en esos años de maravillosa indisciplina de la mente en
formación es en los cuales se puede inclinar el corazón de los chicos hacia
amar la hermosura del Mundo!
Nuestro sistema de educación está cojo, manco y sordo (pero no mudo, ahí sí que grita), incapaz de promover que surjan todas nuestras posibilidades, en un entorno de disciplina, de rigor, de una sola voz y de una sola óptica (la del maestro) en una ambiente que impide contemplar las peculiaridades de los chicos, ¿cómo no vamos a ser incapaces, cuando somos adultos, de entender la complejidad del Universo cuando la voz del maestro todo lo aplana, lo simplifica, lo hace “digerible” al niño, apagando con el extintor de la pedagogía los fuegos de la curiosidad y vitalidad infantiles?