De vez en cuando surge, en conversaciones casuales o
intencionadas, más de café que de fiesta, más de embriaguez que de sobriedad -como
si fuese un fósil de tiempos antiguos- una curiosa palabrita, ya casi olvidada:
la felicidad.
Y esto no se debe a que no la tomemos en cuenta, o a que no
sepamos a qué se refiere, pero la felicidad parece ser tema de conversaciones
profundas, como las que sostienen los enamorados proyectando su futuro, o los buenos
amigos, generalmente en estado de penuria. El tema de la felicidad aparece en
situaciones críticas, como cuando se rompe un lazo sentimental, cuando se toma
una decisión fuerte (como dejar un trabajo o aceptar otro), cuando hay que
cambiar, cuando hay que alejarse, cuando hay que desistir, cuando hay que
arriesgarse, en suma, cuando hay que dar un giro de timón hacia algo, hacia el
encuentro de un norte.
La felicidad plantea un horizonte, al que se aproxima esperanzado
el viajero. El horizonte nunca se alcanza. La felicidad no se deriva del
pasado, pertenece al futuro. La felicidad existe, sólo como felicidad futura.
No decimos “¡qué bueno que fui feliz!”, porque no nos conforta lo ya pasado y
porque expresar esto revelaría que ya no somos felices. Más bien pensamos: “¡cómo
quisiera ser feliz!” Y por ello es la felicidad un concepto tan apasionante,
porque el contexto en el que la mencionamos es siempre el de su ausencia, el de
echarla en falta. La felicidad es invocada cuando advertimos que la estamos
perdiendo como punto cardinal de nuestra brújula existencial.
Hace tiempo –no muchos años, en realidad- la felicidad estaba
legítimamente asentada en entornos estables: la familia, la paz, el respeto, el
trabajo, el honor, la fe. Actualmente, los contextos de la felicidad se han
diluido –o más correctamente redefinido-: forman parte de una búsqueda personal
de realización, de logros, de éxitos, de reconocimiento, pero a fin de cuentas, una
búsqueda de tipo individual. En tiempos del tardocapitalismo, la búsqueda de la
felicidad parece ser la tarea de un surfista tratando de sostenerse en las
turbulentas olas de la incertidumbre y la complejidad.
En el Arte, la felicidad no es bien vista. Un artista feliz
nunca ha sido interesante, una obra hecha en momentos de felicidad no nos
permite ejercer la gran facultad que tenemos los modernos: compadecernos
de alguien, empatizar con la tristeza, la angustia y el conflicto ajeno, es por
ello que algunos de los artistas más célebres en la actualidad son Frida y Vincent
Van Gogh. ¿Y qué hay de los artistas felices? No solamente no nos interesan, sino
que incluso nos desagradan. Pensamos: "¿por qué tiene que restregarme este tipo su
felicidad en la cara?" No interesa la felicidad ajena, sólo su desdicha.
A pesar de la dificultad para llegar a ella, la felicidad orienta nuestras vidas, mucho más en esta época que en cualquier otra. Tal vez la felicidad como tema de conversación aparece tan poco en nuestra vida “exterior” porque su presencia domina nuestra vida “interior”. Es nuestro secreto. No hay panorama de estabilidad, de seguridad, de certeza en esta ultramodernidad, pero existe una esperanza compartida por todos nosotros de llegar a la felicidad, la cual nos empuja a la aventura de vivir el día a día, de hacerlo con heroísmo, con el gusto del que se embarca en un viaje hacia lo desconocido -¡con suerte y encontramos a un igual!
Tal vez Utopía no existe, pero ¿no es acaso excitante pensar que se está navegando hacia ella?
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